Entonces Sarra, con el alma llena de pena se echó a llorar
y subió al aposento de su padre con instancia de ahorcarse.
(Tobías III 2/10/10)
Un búho sobre el alfeizar de mi cuarto me despertó. Estuve esperándola hasta el mediodía sentado en medio del camino, no apareció.
No imaginaba que podía haber sucedido. Supuse muchas cosas: algún imprevisto que la impedía salir ¿Y si le había pasado algo?
Tres días fueron los que aguanté, en mi desesperación, en el camino. Recorrí las playas, los acantilados, el lago, el río.
No soportaba la vida sin leerle, sin escribirle, hablarle, sin ver sus ojos, de niña, negros. Su cara, de niña, pura como la leche. Sus dientes, de clara luna.
Pensé en un castigo de los dioses por mi comportamiento. El recuerdo me atormentaba, pero tenía miedo de ir al pueblo y morir con la bayoneta calada en un parapeto, enfrentándome a ellos, su ira, sin ella. En una noche en la que ni siquiera la luna velaba, el chirriar de la puerta de mi dormitorio me hizo saltar del sueño.
Reconocí enseguida su silueta inmaculada, bajo el vano de mi puerta. Encendí la luz de la mesilla. Esta, con su olor a parafina, trajo el color. Su rostro, sus brazos llenos de magulladuras y de moratones. Tanto era el sufrir que expulsaba en su mirada que no me atreví a moverme por miedo a hacerla daño con el aire que levantase.
Con gestos, gracias a una cuchara y un tenedor, montó una especie de guiñol. Me representó como alguien le contaba a su sombra, a su tormento, las andanzas de su niña con el forastero por los bosques. Estos eran los resultados de su enfado.
Había escapado por las ventanas de su casa.
Sentía calor, un calor que quemaba por dentro, ira. La primera vez que deseaba matar. No me atrevía a mirar a la pequeña, que tiraba de los faldones de mi chaqueta para evitar que fuese al pueblo sin lograr evitar dejar un rastro de huellas de sus pies arrastrándose por el camino.
Hoy no era martes, no iba al mercado.
Aún sin sol en el horizonte, pero con luz, con una luz fría, llegué a Avían.
En medio de la plaza me esperaba, de negro y despeinado. Su cara de rabia asía un grueso bastón de madera que dejaba adivinar su forma de antigua rama que había sido.
Aguardando mi llegada.
Caminamos los dos al encuentro. El iba izando lentamente el báculo. Yo adivinaba sus pensamientos… su niña, robada hace años, ilusionada por un extranjero.
De un tirón Yamnia me arrastró a correr. Corrimos y corrimos, era incansable su fuerza. Recordaba los años en los que la amargura de mi infancia me llevaba de la mano, tirando de mi cuerpo, en carrera por las calles.
A través de las playas, dónde la arena era hoy más gruesa para permitirnos correr más deprisa y el mar era más violento que la tormenta que aguardaba, llegamos a los prados, a los acantilados. Corriendo, corriendo sobre la yerba, saltando sobre los matorrales y las moreras, el sudor en la frente y su incansable tiro. Las zarzas me raspaban mis tobillos. Imploré que se detuviera pero desbocada no hizo caso.
Abajo, el mar rompiendo y el cielo fundiéndose entre el azul y el gris. Fue un crujir que recorrió toda mi espalda y llegó a la nuca. El suelo se hundía bajo mis pies, se había roto la piel del acantilado y como sangre rodaban las piedras y la arena.
Empujé a la pequeña sobre los matorrales lejanos, ya no podía salvarme, agarrarme al suelo, daba igual.
Veía su cara y sin perderla de vista empecé a sentir el vacío. Silencio. Silencio rasgado por las gaviotas buscando su desayuno. Silencio. Silencio rasgado por ella pronunciando mi nombre.
Caía al fondo del acantilado, aún veía sus lágrimas en su cara.
¿Por qué tardaba tanto en llegar?
Entonces les impondrás un duro castigo por haberse rebelado y no haber salido a tu encuentro en son de paz.
(Judith II/15)
y subió al aposento de su padre con instancia de ahorcarse.
(Tobías III 2/10/10)
Un búho sobre el alfeizar de mi cuarto me despertó. Estuve esperándola hasta el mediodía sentado en medio del camino, no apareció.
No imaginaba que podía haber sucedido. Supuse muchas cosas: algún imprevisto que la impedía salir ¿Y si le había pasado algo?
Tres días fueron los que aguanté, en mi desesperación, en el camino. Recorrí las playas, los acantilados, el lago, el río.
No soportaba la vida sin leerle, sin escribirle, hablarle, sin ver sus ojos, de niña, negros. Su cara, de niña, pura como la leche. Sus dientes, de clara luna.
Pensé en un castigo de los dioses por mi comportamiento. El recuerdo me atormentaba, pero tenía miedo de ir al pueblo y morir con la bayoneta calada en un parapeto, enfrentándome a ellos, su ira, sin ella. En una noche en la que ni siquiera la luna velaba, el chirriar de la puerta de mi dormitorio me hizo saltar del sueño.
Reconocí enseguida su silueta inmaculada, bajo el vano de mi puerta. Encendí la luz de la mesilla. Esta, con su olor a parafina, trajo el color. Su rostro, sus brazos llenos de magulladuras y de moratones. Tanto era el sufrir que expulsaba en su mirada que no me atreví a moverme por miedo a hacerla daño con el aire que levantase.
Con gestos, gracias a una cuchara y un tenedor, montó una especie de guiñol. Me representó como alguien le contaba a su sombra, a su tormento, las andanzas de su niña con el forastero por los bosques. Estos eran los resultados de su enfado.
Había escapado por las ventanas de su casa.
Sentía calor, un calor que quemaba por dentro, ira. La primera vez que deseaba matar. No me atrevía a mirar a la pequeña, que tiraba de los faldones de mi chaqueta para evitar que fuese al pueblo sin lograr evitar dejar un rastro de huellas de sus pies arrastrándose por el camino.
Hoy no era martes, no iba al mercado.
Aún sin sol en el horizonte, pero con luz, con una luz fría, llegué a Avían.
En medio de la plaza me esperaba, de negro y despeinado. Su cara de rabia asía un grueso bastón de madera que dejaba adivinar su forma de antigua rama que había sido.
Aguardando mi llegada.
Caminamos los dos al encuentro. El iba izando lentamente el báculo. Yo adivinaba sus pensamientos… su niña, robada hace años, ilusionada por un extranjero.
De un tirón Yamnia me arrastró a correr. Corrimos y corrimos, era incansable su fuerza. Recordaba los años en los que la amargura de mi infancia me llevaba de la mano, tirando de mi cuerpo, en carrera por las calles.
A través de las playas, dónde la arena era hoy más gruesa para permitirnos correr más deprisa y el mar era más violento que la tormenta que aguardaba, llegamos a los prados, a los acantilados. Corriendo, corriendo sobre la yerba, saltando sobre los matorrales y las moreras, el sudor en la frente y su incansable tiro. Las zarzas me raspaban mis tobillos. Imploré que se detuviera pero desbocada no hizo caso.
Abajo, el mar rompiendo y el cielo fundiéndose entre el azul y el gris. Fue un crujir que recorrió toda mi espalda y llegó a la nuca. El suelo se hundía bajo mis pies, se había roto la piel del acantilado y como sangre rodaban las piedras y la arena.
Empujé a la pequeña sobre los matorrales lejanos, ya no podía salvarme, agarrarme al suelo, daba igual.
Veía su cara y sin perderla de vista empecé a sentir el vacío. Silencio. Silencio rasgado por las gaviotas buscando su desayuno. Silencio. Silencio rasgado por ella pronunciando mi nombre.
Caía al fondo del acantilado, aún veía sus lágrimas en su cara.
¿Por qué tardaba tanto en llegar?
Entonces les impondrás un duro castigo por haberse rebelado y no haber salido a tu encuentro en son de paz.
(Judith II/15)
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