lunes, 17 de enero de 2011

RELATOS DE INSOMNIO Y ANSIEDAD

15.- CUANDO SE ACABA LA NOCHE, TODOS LOS GATOS (Y GATAS) SON PARDOS (O PARDAS)

La brisa rodaba ondulante sobre la cabellera del prado y, por la atmósfera tranquila, un gallo silvestre cumplía su propensión milenaria de cantarle a la madrugada. Pero Gil no le dio importancia; ladeo la cabeza haciendo un hito en sus añoranzas y, desde las faldas de la colina, dejo vagar la vista por la aterciopelada llanura cubierta de rocío. Después observo las borrachas curvas del río que, abajo y en la distancia, corría bruñido por la luna.

La tierra recibía el beso de la primavera, germinaban las semillas, y los troncos desnudos se revestían con tiernas hojas. Las flores, como novias impacientes, abanicaban su perfume proponiendo el polen de sus corolas; y la música de los campos dormía, ala con ala, junto a pequeños enredos de pajas. Por doquier, plantas y animales danzaban al compas hormonal de la naturaleza.

Gil no podía abstraerse del medio que lo ensolvía. Los efluvios ambientales atiborraban sus sentidos y siempre, en aquella estación, caía en un profundo desasosiego... porque el tiempo lo cura todo, menos la herida de un amor frustrado; ese dolor viaja a través de la vida y termina desdeñando la muerte.

Involuntariamente, se arrastró al nebuloso mundo de su pasado, hacia la primera vez que la vio...

Amy entró al aula con paso menudo, serena, radiante, y rodeada por el aura de dulzura que tienen los doce años. Parecía flotar en el amplio vestido que rozaba el suelo levemente, sin embargo, su atuendo no alcanzaba a disimular los incipientes pechos por donde ya afloraba la mujer. El tenía trece años y no conocía el sexo, pero la primavera le agitó la sangre y, sin saber por que, sintió madurar la virilidad en su cuerpo todavía sin sazón. Desde aquel día, habitó en un planeta con dos soles, el que lo desperezaba en las mañanas y el que no lo dejaba dormir.

Tres años asistió a clases, tres años pletóricos de fantasías, tres años guardando pequeños objetos que ella tocaba, venerando sus sonrisas, inhalando a distancia el olor de su carne y paladeando en secreto el gusto de su aliento.

Para Gil trascurría una jornada mas de angustiosa soledad. Miles de veces, como aquella noche, rebuscaba en su memoria la causa que torció su destino. Siempre abordaba las mismas preguntas y nunca encontraba respuestas. Pero algo era seguro: la primavera marcó el principio de todo y también el final.

Su recapitulación, monótona y exhaustiva, lo condujo al atardecer en que paseaban por la arboleda, y cada vez que lo recordaba, se detenía en el lugar exacto donde, por primera vez, su boca encontró la de ella. ¡Que lejos estaba aquel momento, pero como lo añoraba!

Otra vez cantó el gallo. Gil entornó los ojos con apatía; le molestaba salir de sus recuerdos, de ellos dependía su presencia en aquel campo. Cambió de posición; la madrugada aleteaba en el horizonte y en menos de una hora tendría que partir.

Se sabía y se sentía culpable, pero la imprevisión había sido de ella. Ahora entendía por que la inocencia es a veces peligrosa. La ingenuidad de Amy no le permitió detener oportunamente las insinuaciones amorosas de Elio. Después las cosas se complicaron, creció la confusión y Elio trató de interponerse abiertamente.

¿Por que un hombre adinerado y lleno de posibilidades tuvo que enamorarse de Amy?,- se preguntaba Gil-, y de inmediato lo culpaba por el dolor que le quemaba dentro. La eterna pregunta y consecuente inculpación lo ponía furioso, pero lo atemperaban para el desenlace. Retornó al hilo de lo ocurrido, a la secuencia que primero ensolvía su espíritu en dulce idilio y después lo sumía en un estado perpetuo de aflicción y vacío.

En las copas de los pinos la brisa tarareaba un arrullo que adormecía los sentidos, mientras, las hojas nuevas de los viejos laureles jugaban a cortar los rayos del sol, para luego esparcir la luz fracturada por el suelo umbrío. Y allí, sobre la corta grama del jardín, yacían Gil y Amy ebrios de felicidad, satisfechos de compartir miradas y sonreír a la vida. Aguardaban a Elio, a quien Amy había citado en una escueta nota, pero sin informarle de sus intenciones ni avisarle que Gil estaría presente.

Movido por un deseo ciego y enfermizo, Elio mal interpretó el contenido de la nota, dandole la sugestiva forma de invitación amorosa. Por su parte, Gil repudiaba la reunión, pero terminó aceptando la idea de Amy por el bien de los tres.

Al fin se habían decidido a encarar la situación. Elio debía apartarse de sus vidas, no tolerarían mas el asedio del intruso. Ya no les importaba la opinión del padre de ella, ni continuarían esperando que la codicia del viejo cediera el paso al amor.

La desgarbada reja del jardín solariego dejo escapar un herrumbroso gemido al ser empujada con energía. Bien plantado y colmado de esperanzas, Elio avanzó por la vereda. Antes de llegar a su destino la cara se le transfiguró, y apretó los puños loco de rabia. No le habían sentido llegar y la pareja de enamorados olvidados del mundo se acariciaban ignorandolo todo.

"Esto es un escarnio". Las palabras retumbaron en la quietud del paraje. Pero fue tarde para reaccionar o dar explicaciones. Elio empuñó su navaja, se abalanzó sobre Amy y de un tajo la degolló. Desesperadamente, Gil trató de evitarlo; pero cuando logró apartar a Elio, de la garganta cercenada brotó la postrera exhalación de Amy.

Entonces sintió el filo de la navaja chirriar en el hueso de su brazo izquierdo y, a continuación, el quejido de Elio al ser atravesado por su puñal.

Segundos o siglos lo separaron del momento en que se puso de pie. Jadeando, observó al enemigo desbaratado a puñaladas y vacío de aspiraciones.

Despacio, se arrodillo para besarla tenuemente, como si temiera despertarla. De pronto, se derrumbó su razón y en una especie de rito demencial, acomodó el puñal entre los senos de la joven, miro al cielo, lanzo una blasfemia y se dejó caer.

Tímidamente, la aurora escaló la espalda de la cordillera, encendiendo por entre las montañas el rubor de la mañana. Gil hizo un gesto de desagrado ante la luz que ascendía; se extendió a lo largo y, poco a poco, se fue esfumando a través de la blanca lápida de mármol. Regresaba a su mortaja de ciento treinta años. Para el nada cambiaba, ni nacía, ni moría; porque el tormento de amor mantenía su alma en pena.

No hay comentarios: