Yahvé dijo a Moisés:”Extiende tus manos hacía el cielo
y haya sobre la tierra de Egipto tinieblas que puedan palparse”.
(Exodo 10/21-22)
Desde entonces salía todos los días de Junio, antes del amanecer, a recoger fresas.
Me calzaba las botas viejas que guardaba en el ropero del pasillo y un abrigo de loden verde, que debió ser de mi padre.
Como todas las mañanas, desde la costa hasta las lomas, se había tumbado el cielo.
Llevaba la cesta colgada del brazo. Siempre me detenía en el cementerio antes de llegar al bosque. Me paseaba entre las lápidas y cruces de mármol; una de pizarra era mi favorita, tenía el nombre del dueño casi ilegible y me gustaba pasarle la mano por encima y ver como se formaban gotas de agua, que rodaban hasta la yerba.
El bosque lo había dividido en parcelas diferentes, para no ir nunca a la misma y encontrarme con los fresales vacíos. Era algo que me deprimía. Nadie del pueblo recogía fresas, según ellos, consistía en una de mis excentricidades, en uno más de mis peligros, unos peligros constantes. Al tener media cesta llena, volvía a casa, casi siempre coincidiendo con el amanecer… el regreso se tornaba en un bonito paseo.
En casa cambiaba las botas por calcetines nada más y limpiaba las botas en el fregadero. Sentado sobre una mecedora que había robado a una de mis vecinas, disfrutaba comiendo las fresas mojándolas en un gran vaso de leche mientras, a través de la ventana veía como desaparecía la niebla.
Me gustaba quedarme balanceándome hasta que los rayos de sol tocaban las puntas de mis pies.
Hoy era Viernes, tendría que ir al pueblo. El camino era un antiguo empedrado, un recuerdo más de la nefasta época de los conquistadores que estaba algo desfigurado por los pesados vehículos de nuestros días.
Me levanté. Aún llevaba el abrigo así que dejé el vaso en el fregadero y me volví a calzar. Arramplé con las dos grandes bolsas y me dispuse. Casi todo el camino, desde la curva, estaba fondeado por dos hileras de eucaliptos que daban un olor encantador y que terminaban su recorrido en unos muros de piedras. Más allá, suaves lomas de moqueta verde. A lo lejos, los espíritus del pueblo danzaban hacía las nubes.
El hombre de la tienda me servía. Mis conocimientos sobre los habitantes del pueblo se restringía a saber sobre sus habilidades matemáticas, pues lo único que oía decirle al tendero, después de servirme, era un número que debía satisfacer inmediatamente.
Era una extraña escena la que se representaba en AVIAN los martes. Al irme oía a la gente tras mi paso, como salía de sus portales y como abrían las ventanas. Mi papel consistía en no volverme a mirar y en regresar por el mismo camino de la mañana.
Me había olvidado la puerta abierta; daba igual, nadie iba a entrar. Según avanzaba recordaba haber cerrado la casa. Solté las bolsas y me adentré con cuidado, con miedo a encontrarme a un lugareño con ganas de enfrentarse a un forastero. Una escena inimaginable. Un niño limpiando la herida ensangrentada en la nariz de una pequeña. Los dos se quedaron mirando con cara de cadalso, se encontraban ante el auténtico extranjero, peligroso comedor de niños y de fresas.
El reaccionó primero y de un salto intentó escapar. Le atrapé con un brazo por la cintura y pataleante lo senté sobre el fregadero, entre los cacharros sucios. La niña seguía asustada, mirando toda la escena sin valor para moverse ante los resultados. El rapaz no paraba de gritar “no me comas, no me comas”. No sé por qué, pero me pilló de sorpresa. Seguía gritando, me acerqué a una pared y, apoyado en ella, me puse a hacer el pino. Se hizo totalmente el silencio. Fue la pequeña la que empezó a sonreír al ponerme colorado.
Entonces aproveché y con agua limpia y una toalla de baño acabé la cura. No abrió la boca aunque yo sabía que le dolía y escocía.
Al retirarme unos metros, aferró al niño por las manos y los dos salieron corriendo. Recogí las bolsas y estuve el resto del día pensando en la visita mañanera. Me estaba convirtiendo en un filósofo. Sobre la mecedora esperé el anochecer.
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