martes, 21 de octubre de 2008

YAMNIA (Encuentro entre la niebla)

No codicies su hermosura; que no te cautive con sus párpados.
(Proverbios 6/25)



Desperté como siempre para ir a por mi desayuno al bosque. En el barreño de porcelana que había en mi cuarto, me aseé. Pantalones y una camisa limpia, la sucia la tiré al cubo dónde acumulaba toda la ropa que luego lavaría en el río.

Salí del dormitorio, al ir a coger la cesta la encontré llena, llena de fresas, pero hasta arriba.

Era la pequeña. La pequeña había ido a por fresas. Me desplomé sobre la mecedora, que me recibió con un grito sordo. Maldita sea, había sido la pequeña; la pequeña. Sobre la cesta puse dos vasos y con la otra mano iba calzándome. Sin coger el abrigo y llevando la cántara de leche, fui corriendo al bosque. Presentía que me estaba esperando en la parcela reservada para hoy.

A mi paso levantaba, revolvía el camino y el palmo de niebla que había sobre el suelo. Me empezó a doler un hombro. Seguía y echaba grandes bocanadas de vaho, la nariz y la barbilla congeladas.

Al fin llegué al lugar de la cita.

En medio de un pequeño claro, sentada, con la niebla por la cintura. Me miraba fijamente a los ojos pero sin miedo como ayer. Arrodillado y sin perder de vista su rostro cogí un vaso, lo llené de leche y se lo di. Sin decir nada empezamos a comer las fresas. Al ir acabándose yo las comía más despacio para no terminar ese momento. Deseaba que fuera una cesta sin fondo. Cogió la última bebiéndose la leche que quedaba en el vaso. Se puso de pie, abalanzándose me dio un beso en la frente, me lanzó un guiño y corriendo desapareció. Caí de espaldas al suelo. La humedad de éste ya había empapado el jersey y la gran camisa, los pantalones. Seguía tumbado. No sabía nada de la pequeña, ni su nombre, ni siquiera si era de AVIAN. Lo único, me besó en la frente y me lanzó un guiño. La niebla se había levantado hace tiempo, mi reloj miraba las tres de la tarde. El bosque no era brumoso como al amanecer, ahora era verde, rojizo, claro.

Los ladridos de los perros de caza me sacaron del ensueño. La gente del pueblo cazaba. Tenía verdadero miedo a la gente del pueblo. Esto casi me sometía a un encierro voluntario. Siempre fui tendiendo a la soledad, especialmente durante los últimos meses, tras mi primer gran engaño, por no decir el único. La pequeña, maldita sea, la pequeña, no me la podía quitar de la cabeza. El beso en la frente. Un beso en la frente y un guiño… Es la primera vez que me besan en la frente y la verdad nunca me había sentido tan bien.

Pasé la noche dando vueltas en la cama, sin conciliar bien el sueño. Siempre lo mismo, no debía seguir viendo a la pequeña. Me disculpaba pensando en la reacción de su familia y del resto del pueblo. Como la mañana anterior, volví a encontrar las fresas, me llamaba de nuevo. Las cogí, salí de casa descalzo, en pantalones de pijama. Tiré las fresas con ira al suelo y pateé la cesta rabiosamente. Era una locura seguir. Pisé las fresas. Esto se tenía que acabar. Me senté en un peldaño del porche. No había niebla esta mañana. Tenía frío. Dentro, en el suelo, me dediqué a darle fuertes empeñoñes a la mecedora, que regresaba como si le gustase el castigo. Agotado, me dormí en el suelo.

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