lunes, 6 de diciembre de 2010

RELATOS DE INSOMNIO Y ANSIEDAD

3.- MULA Y MUJER EN LA VIDA

En 1890 mi bisabuela era joven, pobre, mujer y no sabía leer. Pero no le importaba, sabía todo lo que había que saber para desenvolverse en el entorno en el que le había tocado vivir, y además tenía la suficiente determinación para decidir sobre su vida. Y aquella noche de invierno, de hecho, había tomado una decisión, absolutamente valiente, que sería definitiva para su futuro. Aún así el destino jugaría con ella hasta conducirla a un final en ese momento insospechado. Pero lo cierto es que en ese instante empezaba el camino que recorrería, hacia un final inesperado, con la seguridad de haber pensado bien lo que quería y siendo consciente del riesgo que asumía.
Apenas había dormido, y al alba se levantó de la cama intentando no despertar a sus hermanos que dormían en su mismo cuarto. Se vistió todo lo rápido que pudo, se coloco un recio manto de lana sobre la cabeza y abrió la puerta que daba al exterior. Lo primero que vio fue el animal que su padre había dejado suelto dentro de la cerca que rodeaba la barraca, precisamente para impedir, que lo que estaba a punto de suceder, terminara sucediendo. Aquella mula estaba muy bien aleccionada y sabía lo que tenía que hacer si cierta persona se acercaba, de día o de noche, por aquellos lares. Ya había cumplido muy bien, en otras ocasiones con sus menesteres, y el muchacho, que la “Loles” había escogido para ella, podía dar muestras en su propio cuerpo de la fiereza de aquella “Bestia”. El dueño de la casa no lo quería por yerno y la “Bestia” obedecía fielmente a su amo. Pero ya he dicho que la mula estaba muy bien aleccionada sobre a quién tenía que clavar los dientes, así que mi tatarabuelo presumía de lo listo que era su animal y lo bien adoctrinado que lo tenía.
-“A nadie más, solo a él.”
Por lo tanto, cuando al otro lado de la cerca aparecieron aquellos ojos centelleantes, el animal dudó. Eran sus ojos, pero no era él. Loles terminó de cruzar la puerta y se dirigió hacia esos ojos que parecían pero no eran. Cuando se alejaba corriendo de aquella trampa burlada, mi bisabuela sintió que el primo de su hombre sería mucho más importante en su vida de lo que lo era en ese instante. Pero lo olvido cuando vio a su amor esperándola escondido entre los limoneros, absolutamente feliz.
La boda se celebro al poco de la escapada, sin celebraciones, sin traje de novia, sin la presencia de sus padres, y a una hora intempestiva, y los siguientes años fueron buenos años, nacieron hijos y la vida parecía transcurrir con normalidad.
Al cabo de un tiempo, la muerte apareció por primera vez. Recibieron la noticia del fallecimiento de la mujer del primo de los ojos como los de su marido. Otro viudo más, que en aquellos años resultaban habituales. Tan habituales que la misma difunta ya era viuda cuando se caso con él. Viuda y con hijos, que ahora quedaban a cargo del superviviente, junto a los que habían nacido del matrimonio de ambos.
Tan bien apareció la guerra en la vida de mi bisabuela. Y la lejana guerra de Marruecos, país que ella ni siquiera sabía situar en el mapa, se llevo a su marido, al hombre que había elegido. Y ella misma paso a ser viuda. Y sin familia a quien recurrir, trabajando día y noche para sus hijos, entristecida y fracasada en su proyecto de vida.
Las tardes de otoño son especialmente placidas en este lugar. El sol que ya ha perdido la fiereza del verano, mientras baja a esconderse detrás del horizonte, regala sus caricias cálidas y mediterráneas para que los humanos podamos disfrutar de unos instantes de abandono a los sentidos. Y aquí, escuchando el agua de las acequias árabes recorriendo entre los huertos de frutales, la naturaleza aún domesticada, no ha perdido su capacidad para devolver al hombre a sus verdaderas raíces. Son minutos de placer y de comunión. Yo he vivido de chico esta experiencia, en casa de mi abuela, sentada en el escalón de ladrillo de arcilla roja de la puerta de entrada de la vieja casa. Y así me imagino que debió ser, en un momento de descanso del trabajo, sentada mi bisabuela en el mismo escalón, en el momento más mágico del día, cuando vio, al otro lado de la cerca de cañas trenzadas, los ojos de mi bisabuelo, que volvían a ponerse a su servicio, esta vez no para acercarla a otro, sino para él.
La trampa, esta vez de la vida, volvía a ser burlada, y en aquella casa se criaron hijos con diferentes apellidos pero unidos por el destino de la Loles. Entre ellos mi abuela con sus ojos centelleantes, cuya luz yo no conocí, pero que llegaron hasta mí, como dos faros que guían en la noche a través de las generaciones.

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