9 HILARIO (El domador de pulgas)
Las pulgas de Hilario no eran, lo que se podría decir, bondadosas.
Al pobre Hilario lo tenían martirizado: le escondían las gafas, le hacían derramar el té, dejaban destapado el tarro de azúcar para que se llenara de hormigas, le hacían tropezar en los escalones de su caravana y un largo etcétera de fechorías.
A todo esto, Hilario se ponía rojo y se le hinchaba la vena de la sien derecha y las maldecía hasta la saciedad mientras las buscaba por todas partes gritando:
-¡Es injusto! ¡Es inmoral e infame!... No me hace ninguna gracia. ¡Ninguna!
Pero finalmente desistía porque jamás las encontraba…
Las pulgas de Hilario eran pequeñas como cabezas de alfileres. O más aún.
De hecho, nadie las vio nunca, ni siquiera el propio Hilario.
Jamás sabía dónde estaban, pero siempre que abría su maleta sentía que se reunían todas y comenzaban a actuar tal y como él las había adiestrado.
Entonces miraba a la gente orgulloso, como diciendo: “Aquí están, han vuelto, como siempre. Yo las enseñé”.
Sin embargo, un día, después de una gran bronca, Hilario abrió su maleta y tuvo la impresión de que sus pulgas ya no estaban. Y ya no volverían más. Nunca más.
A raíz de eso, Hilario cambió. Estuvo yendo de aquí para allá cabizbajo, paseando su pena y su culpa. Y sintiéndose más pequeño que la cabeza de un alfiler. Y no sólo eso, ahora, cuando el domador no encontraba alguna cosa, o tropezaba con algo, como no sabía a quién echarle las culpas, ya no entraba en cólera.
Poco a poco Hilario se iba transformando en una persona más o menos tranquila…
Y todo, o casi todo, siguió como antes, pero sin sus pulgas...
Es posible que él nunca se hubiera dado cuenta, pero el caso es que las pulgas, o más bien dicho su ausencia, le habían enseñado a vivir con más serenidad.
Las pulgas habían domado a su domador. Habían logrado apaciguar a la fiera.
Las pulgas de Hilario no eran, lo que se podría decir, bondadosas.
Al pobre Hilario lo tenían martirizado: le escondían las gafas, le hacían derramar el té, dejaban destapado el tarro de azúcar para que se llenara de hormigas, le hacían tropezar en los escalones de su caravana y un largo etcétera de fechorías.
A todo esto, Hilario se ponía rojo y se le hinchaba la vena de la sien derecha y las maldecía hasta la saciedad mientras las buscaba por todas partes gritando:
-¡Es injusto! ¡Es inmoral e infame!... No me hace ninguna gracia. ¡Ninguna!
Pero finalmente desistía porque jamás las encontraba…
Las pulgas de Hilario eran pequeñas como cabezas de alfileres. O más aún.
De hecho, nadie las vio nunca, ni siquiera el propio Hilario.
Jamás sabía dónde estaban, pero siempre que abría su maleta sentía que se reunían todas y comenzaban a actuar tal y como él las había adiestrado.
Entonces miraba a la gente orgulloso, como diciendo: “Aquí están, han vuelto, como siempre. Yo las enseñé”.
Sin embargo, un día, después de una gran bronca, Hilario abrió su maleta y tuvo la impresión de que sus pulgas ya no estaban. Y ya no volverían más. Nunca más.
A raíz de eso, Hilario cambió. Estuvo yendo de aquí para allá cabizbajo, paseando su pena y su culpa. Y sintiéndose más pequeño que la cabeza de un alfiler. Y no sólo eso, ahora, cuando el domador no encontraba alguna cosa, o tropezaba con algo, como no sabía a quién echarle las culpas, ya no entraba en cólera.
Poco a poco Hilario se iba transformando en una persona más o menos tranquila…
Y todo, o casi todo, siguió como antes, pero sin sus pulgas...
Es posible que él nunca se hubiera dado cuenta, pero el caso es que las pulgas, o más bien dicho su ausencia, le habían enseñado a vivir con más serenidad.
Las pulgas habían domado a su domador. Habían logrado apaciguar a la fiera.
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