viernes, 1 de agosto de 2008

EL CIRCO DE LA VIDA

9 HILARIO (El domador de pulgas)

Las pulgas de Hilario no eran, lo que se podría decir, bondadosas.

Al pobre Hilario lo tenían martirizado: le escondían las gafas, le hacían derramar el té, dejaban destapado el tarro de azúcar para que se llenara de hormigas, le hacían tropezar en los escalones de su caravana y un largo etcétera de fechorías.

A todo esto, Hilario se ponía rojo y se le hinchaba la vena de la sien derecha y las maldecía hasta la saciedad mientras las buscaba por todas partes gritando:

-¡Es injusto! ¡Es inmoral e infame!... No me hace ninguna gracia. ¡Ninguna!

Pero finalmente desistía porque jamás las encontraba…

Las pulgas de Hilario eran pequeñas como cabezas de alfileres. O más aún.

De hecho, nadie las vio nunca, ni siquiera el propio Hilario.

Jamás sabía dónde estaban, pero siempre que abría su maleta sentía que se reunían todas y comenzaban a actuar tal y como él las había adiestrado.

Entonces miraba a la gente orgulloso, como diciendo: “Aquí están, han vuelto, como siempre. Yo las enseñé”.

Sin embargo, un día, después de una gran bronca, Hilario abrió su maleta y tuvo la impresión de que sus pulgas ya no estaban. Y ya no volverían más. Nunca más.

A raíz de eso, Hilario cambió. Estuvo yendo de aquí para allá cabizbajo, paseando su pena y su culpa. Y sintiéndose más pequeño que la cabeza de un alfiler. Y no sólo eso, ahora, cuando el domador no encontraba alguna cosa, o tropezaba con algo, como no sabía a quién echarle las culpas, ya no entraba en cólera.

Poco a poco Hilario se iba transformando en una persona más o menos tranquila…
Y todo, o casi todo, siguió como antes, pero sin sus pulgas...

Es posible que él nunca se hubiera dado cuenta, pero el caso es que las pulgas, o más bien dicho su ausencia, le habían enseñado a vivir con más serenidad.

Las pulgas habían domado a su domador. Habían logrado apaciguar a la fiera.

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